Ese día desperté pensando en la
pelea. Apenas unas horas antes estábamos planeando como hacer las cosas, como
organizarnos. Ya de mañana, era día de lucha.
Fueron varias las estrategias
planeadas, todas al vapor, con la premura que estos casos obliga. Mi cabeza
daba vueltas, no sé si por el alcohol de la noche anterior, el sexo o las
pastillas. Todo se había revuelto. Susana aún dormía. Me acerqué a su rostro,
sin tocar la cama y le di un beso en la frente. Me vestí de prisa y me marché.
Nunca la volví a ver.
Ya en la acera, me temblaban las
piernas. Todo lo que estábamos a punto de hacer era por nuestro país, por nuestras
familias, por nuestros hijos. Caminé hasta el café de la esquina y me sirvieron
el americano de siempre.
Al salir, una bala me atravesó el cráneo… tres meses
después el país era libre, la revolución se había consumado y mi propuesta de
la noche anterior a mi muerte había surtido efecto. Susana y mi pequeño René
ahora eran libres.
Y todo eso, la libertad, comenzó
con algo muy simple: decidimos actuar.