Apenas sonaban las 6 de la mañana y Rebeca ya se encontraba levantaba y a punto de entrar en la
regadera. Su rutina era más que exacta de lunes a viernes, pues todo lo hacía
con tal precisión que hasta un minuto extra en el desayuno le repercutía en su
hora de entrada.
El café listo en
su cafetera programable para cuando el pelo ya estaba estilando. Un poco de pan
recién tostado con mermelada y fruta redondeaban el desayuno. Como todo estaba cronométricamente calculado, ya tenía listo el atuendo para cada día de la semana desde el
domingo anterior.
Con 1.84 metros
de estatura, piernas muy torneadas, abdomen envidiable y tetas que incitaban al
pecado, claro que el atuendo importaba, y mucho. El uniforme podía ser mejor,
pero era sólo uno más de los que en el complejo administrativo había y a pesar
de eso siempre sobresalía de entre la multitud. Eran pocas las veces que recordaba sus inicios en este
empleo, porque con el tiempo, las cosas malas de la vida van quedando
archivadas y siempre hay algo que llega a sepultarlas. Pero en esas pocas
ocasiones, aún lloraba.
Se vistió con
calma para no perder detalle alguno. Nada podía quedar fuera de lugar. Las
zapatillas, siempre con un tacón con el que parecía querer tocar el cielo,
estaban tan bien lustradas que cualquier se deslumbraría. Vestido estrictamente
simétrico en sus pliegues y el maquillaje, el maquillaje era de otro mundo.
Nunca fue obsesiva por cambiar su apariencia detrás de polvo, rímel y lipstick,
así que día a día refinaba su técnica para no parecer payaso de esquina.
Cuando el reloj
marcaba las 8:15 de la mañana, ella salía triunfante a su cita diaria en el
parque.