Don Rubén camina
a paso lento, como cada mañana. Aún no termina de despertar la ciudad y él ya
se encamina a la plaza principal, a la banca que desde hace quince años ya,
es testigo de esa historia que nunca podía terminar. Hoy era diferente que los
demás días. Estaba seguro que hoy alguien podría escuchar lo que tenía que
contar.
A las 7.45 de la
mañana, Rosita llegó con el café endulzado con miel y la concha. Ni un minuto
más ni uno menos, como a él le gustaba.
− Hola señor,
¿cómo amaneció esta mañana?
− Hola Rosita,
que tengas un buen día. El mío igual que siempre, con ganas de miar y
dificultades para llegar al baño antes de que me gane.
La respuesta
siempre era diferente, pero la gracia y picardía nunca variaban. Y como
siempre, justo antes de retirarse, la muchacha escuchaba la misma pregunta.
− ¿Quieres
escuchar algo verdaderamente interesante?
Y como siempre,
ella contestaba lo mismo.
− Lo siento, pero
sabe que doña Engracia se encabrona conmigo si no me regreso rápido. Pero
mañana seguro que sí.
Dicho esto, daba
la media vuelta y regresaba a su trabajo, la fonda de la esquina, sin siquiera
despedirse.
Rubén lo tomaba con sabiduría y pensaba que, más que una grosería,
lo hacía para evitar un día llegar con el desayuno y él no estuviera. Algo
tenía que excusar la actitud agria de la empleada.
Apoyando el vaso en la banca, comenzó por comerse la enorme concha. Una dos tres, cuatro… muchas mordidas y un masticar parsimonioso. Daban las 8.25 y apresuraba a la mandíbula, porque el café ya frio, podía tomarse de un sorbo. Tenía que estar presentable y sin migajas para cuando pasara la piernaslargas, que era la atracción de la plaza a esa hora del día.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario