Cuando el desierto ardía más, Elena caminaba desorientada. El pollero que cinco días atrás le había cobrado los ahorros de todo un año, y sobre todo, jurado por diosito santo y su madrecita la virgen, cruzar la frontera para reunirse con su marido, la había abandonado junto con el resto de los migrantes.
Habían pasado unas cuantas horas de que el sol había aparecido en el horizonte, y ya sentía que los pies se le derretían. El calor la cegaba por completo. Detrás de ella, casi como una rémora, caminaba una chiquilla de apenas unos doce años. Nadie sabía el nombre del otro. Ni siquiera supieron cómo se llamaba el hombre que apenas unas dos horas antes se había desvanecido por la falta de agua. Nadie volteo atrás una vez que lo arrastraron hasta el arbusto, para que su muerte no fuera tan espantosa. De repente, como por obra de Dios, Elena vio ahí, frente a ella a su marido.
Juan había emigrado ilegalmente apenas dos meses después de casarse; tenía que ofrecerle una vida decorosa a la mujer que amó desde el primer momento de verla, pero no podría hacerlo con su trabajo de albañil. Él tenía que superarse. Elena no aguantó la soledad y se encaminó a encontrarlo. Ahora, ahí estaban, frente a frente.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, le toco el rostro. Alcanzó a besarlo antes de caer de rodillas sobre la arena. Agradeció al cielo haberlo llevado hasta ese lugar y con el último suspiro le dijo te amo.
Meses después, Juan buscaba por todos los medios posibles a Elena. Nunca la encontraría. Todas las preguntas sobre ella quedaron sin contestar. Todas las respuestas quedaron en el desierto, donde tantas y tantas preguntas pueden ser contestadas.
1 comentario:
Me encantó el último párrafo!
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