martes, 23 de agosto de 2011

Historias en corto: El tahúr.

Juan mostró sus cartas... dos pares. Esta era su última oportunidad antes de perder todo lo que le quedaba, su casa.

—Anda, muéstralas —pidió casi inaudible.

—Tienes suerte pinchi Juan — respondió Pedro, bajando un par.

La expresión de Juan era de alivio. Era el momento de levantarse de la mesa de juego y retirarse con esa última movida. nadie lo detendría. Ante todo, el juego ahí era de honor.

—¿Vamos por todo? — preguntó Juan ante la mirada incrédula de todos los ahí presentes.

Hacía dos años y medio que había jugado por primera en este bar. Cuando llegó aquel día, parecía distraído. Llegó hasta la barra y pidió un whisky doble en las rocas. A todos los ahí presentes, que eran no más de diez, les pareció raro, porque a lo que más llegaban era a un tequila barato. El cantinero, Pedro, abrió la única botella que tenía en su cava. Sirvió, primero con recelo, y después con generosidad un vaso con lo que él creía era uno doble. Juan agradeció reconociendo que el cantinero nada sabía de un doble. Sin embargo nada dijo, al final de cuentas un triple no le caería nada mal. Todos a su alrededor siguieron con sus vidas. las fichas del dominó sonaban de nuevo sobre aquella mesa de lámina, propiedad de la cervecera. La música comenzó entonces. De entre todos esos sonidos, una voz le apuntó directo.

—¿Juega usted una mano?

Juan hizo como que no le hablaban a él. Dio otro sorbo a su bebida y miró de nuevo su reflejo en aquel espejo al final de la pared que tenía enfrente. Ahora la invitación fue más directa. Juan no pudo decir que no.

Dos años y medio perdiendo arruina a cualquiera. Nadie sabía por qué lo hacía. Ya una vez, Julián, el más decente, por decirlo de alguna manera le había condonado la deuda, pero Juan se negaba a aceptar, como dice la canción, las deudas de juego, son siempre deudas de honor decía. Una sola ocasión había tomado mientras jugaba y fue la primer noche de juego. Nunca hablaba de familia, amigos o trabajo. Hacía bromas, platicaba chistes y comentaba las noticias políticas. Pero ese era su mundo de conversación.

Siempre al terminar la noche, salía sin un cinco en la bolsa, sólo se quedaba con aquellos cien pesos para el taxi, que cada jueves, el día de juego, lo esperaba a las doce de la noche en punto fuera de la cantina. Las especulaciones de dónde obtenía el dinero, que sin excepciones noche a noche perdía, eran variadas, desde el vendedor de drogas, hasta el rico excéntrico en busca de un poco de diversión. Nunca una sola palabra de su vida fuera de aquella cantina. Esa noche fue especial, llegó y dijo:

—No tengo nada más que perder— miró alrededor, a cada uno de los pocos presentes al rostro y sentándose en su silla de cada jueves dijo, —apuesto mi casa.

Murmullos entre unos y otros se desataron. Pedro pocas veces apostaba. Él prefería ser el espectador que ganaba siempre al ver como unos reían y otros lloraban al ganar y perder. Esa noche se puso al tú por tú con Juan.

—¿Cuánto vale? —preguntó ante el asombro de todos.

—Tres veces de lo que vale tu cantina — respondió seco, —pero te la acepto al tres por uno, es mi último juego.

—Julián, ¿qué esperas para sacar ese mazo de su caja? —gritó el cantinero, y completó, — ¡esta noche las bebidas van por mi cuenta!

Las barajas fueron repartidas y la suerte por primera vez le sonrió a Juan. Nadie podía creerlo.

Cuando todos creyeron que se marcharía con su primera victoria, apostó su resto. Apostó lo que le quedaba de vida. Julián, preguntó con morbo, —¿para qué apuestas tanto?, vete ya y vive tu vida.

— Para vivir solo como hasta ahora, la calle me basta.

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