Tres semanas después de haberla dado de alta, Rebeca
continuaba su convalecencia emocional. Comía lo necesario, porque morirse no
quería. Todos los días las muchachas de la oficina iban a visitarla después del
trabajo, pero ella prefería recibirlas otro día. “Cómo diablos me pasó esto”, se reprochaba.
Un miércoles, casi cuatros semanas después del incidente, salió
a hacer la despensa, lo que sus compañeras le habían dejado, ya no era
suficiente y tenía que sobrevivir, el físico aguantaba menos que el orgullo.
Al pasar por la plaza, notó que algo faltaba. Siguió de
largo hasta el almacén y volteó al jardín. Don Rubén no estaba en la banca de
siempre. Una vez terminadas las compras, dio una vuelta completa alrededor y no
lo encontró. Preguntó por él y doña Engracia supo darle razón.
– Pues fíjese señorita que hace dos días que no viene y pues
una que se preocupa por sus clientes, pues me informé que estaba un poco
delicado de salud. Que nada grave, pero pues una se preocupa. La calaca está
siempre rondando.
– ¿Podrá darme su dirección?, me gustaría pasar a visitarlo.
Al decirlo, todos los ahí presentes, clientes recurrentes
que trabajaban en la plaza y sus alrededores, quedaron en silencio. Cada uno
creando su propia historia acerca de esa repentina necesidad de la muchacha en
visitar al viejo. Desde la hija bastarda, pasando por la prostituta y
terminando en la amiga de ensueño del viejo, todas las personas supusieron a su
modo la razón por la cual Rebeca iría a ver al viejo Rubén.
Camino a su casa, Rebeca pensaba en si era buena idea acudir
sin una llamada previa, puesto que la chismosa informante hasta el teléfono le
proporcionó, pero ella quería darle la sorpresa. A final de cuentas, desde que
él apareció en la plaza, todos los rumores, las habladas… vamos, las malas
historias sobre ella, y que bien informada estaba de cada una, habían
desaparecido. No estaba segura, pero muy en el fondo sabía que aquel viejo de
la segunda banca, el que con un muy mal disimulo la esperaba todas las mañanas
y las tardes en la plaza, era quién no la había juzgado como todos los demás.
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