La tarde caía y don Rubén creyó que su reloj se había
descompuesto. Pasaban las 7.30 de la tarde y Rebeca no aparecía. Es raro, pensó, extrañado por la
puntualidad de la muchacha. Pasaron los minutos y Ángela, ya desesperada,
exigía se fueran a casa. Un poco decepcionado por la impuntualidad de la
muchacha, el viejo sintió que algo en su estómago no lo dejaba respirar. Sentía
angustia de no verla esa tarde.
Antes de doblar la calle, donde la vista del jardín
desaparecía, echó una última mirada. Nada. Ella no apareció ese día. Y así
fueron los tres días siguientes, con sus mañanas y sus tardes, antes de llegar
el fin de semana y que pasaran dos días angustiantes.
Sábado y domingo pasó atareado, buscando en su viejo baúl,
los tesoros acumulados en su vida. Eso evitaba pensarla, evitaba extrañarla.
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