martes, 24 de septiembre de 2013

Décimo acto... El tesoro [nadie es tan feliz como cuando recuerda que lo fue]

– Pasa, ven conmigo – le dijo Rebeca a la pequeña Ángela que estaba sentada junto a la puerta, expectante de aquella sorpresiva visita que su abuelo tenía. La niña caminó apenada hacia la joven y se quedó parada frente a ella. En tanto, a unos metros de aquella habitación, Edgar y Lidia se seguían preguntando quién era aquella joven que un par de horas atrás llegó un tanto avergonzada a preguntar por don Rubén.

En ese tiempo, Rebeca y Rubén, como ya se nombraban entre ellos, habían platicado de todo lo que en sus vidas en común había sucedido. Él le platico lo que sintió aquella primera vez que la vio en el jardín. Ella por tanto, comentó todo lo referente a su vida laboral y de cómo sin decirlo, el viejo había llegado a cambiar su vida sin saberlo.

Ángela estaba atenta, como en un partido de tenis, al cambio de turno. Pero en un cierto momento, cuando su abuelo platicaba animoso sobre la vida con su toñita, comenzó a hacerle señas. Y él sabía perfectamente a qué se refería.

– Ahora no Ángela, no es el momento.
– ¿Momento de qué? – preguntó con cierta curiosidad Rebeca.
– Nada, es sólo que mi nieta quiere que juguemos, como ya no salimos al parque, se aburre un poco cuidando a este viejo.

Antes de que la joven volviera a preguntar, Ángela se adelantó.

– Eso no es cierto abuelo, quiero que le enseñes tu tesoro.
– Wow, ¿un tesoro?, ¿acaso aquí hay un tesoro? – preguntó con un tono de fantasía animada por la enorme sonrisa que la pequeña tenía.
– Sí, mi abuelo me dijo que me lo mostraría cuando estuviera un poco más grande, pero he visto que a todo mundo se lo quiere mostrar. Lo tiene ahí debajo, en ese baúl – apuntó a un costado del buró que estaba junto a la cama.
– Pues creo que es hora de saber qué es todo ese tesoro.

La pequeña soltó un grito de triunfo y corrió hasta la cocina para contarles a sus papás.

– Son sólo algunas pequeñeces – dijo don Rubén sonrojado.
– Las cosas pequeñas a veces son las que en verdad valen la pena – contestó curiosa Rebeca.
– ¿Te quedas a comer? – preguntó Lidia cuando entraba en la habitación.

Los siguientes tres días fueron un alivio para ambos. El viejo por fin pudo mostrar aquel importante tesoro, acumulado en toda su vida y lleno de importantes momentos plasmados en cada una de las piezas que contenía aquel baúl.

Para cuando terminaron de mostrarse los tesoros, Rebeca se despidió y lo hizo para siempre. A pesar de eso, la reacción del viejo fue de triunfo, porque aquella mujer, joven, con la que los últimos meses había soñado varias veces en situaciones moralmente incómodas, había prestado interés en lo que él hacía mucho quería contar.

A la vuelta de dos años, una carta fue recibida en casa de Lidia. Rebeca contaba a don Rubén que gracias a las enseñanzas recibidas en aquellos escasos tres días, habían sido el parteaguas que había necesitado toda su vida. Había aprendido a recolectar los buenos momentos, las mejores experiencias y las iba convirtiendo en parte de su tesoro personal. Había aprendido a tomar la felicidad que fugazmente aparecía en su nueva vida y la aprovechaba al máximo. Lidia contestó la carta a nombre de su padre que había muerto dos meses atrás, feliz de que su tesoro había terminado en las manos correctas.

El baúl en el que alguna vez se resguardaron los mejores momentos de su abuelo, era ahora el mejor lugar para que Ángela, coleccionara sus propios momentos de felicidad.

No hay comentarios.: