Las noches fueron cada vez más insoportables. Y no porque discutieran, no, al menos así habrían entablado comunicación verbal.
Cada noche, cuando tenía la amabilidad de llegar, Alonso llegaba y esperaba ver su cena servida, así que, sin la esperanza de que él le agradeciera siquiera el cocinarle, ella servía noche a noche la cena. Ella dejó de comer lo que le preparaba, era una manera de romper todo lazo que pudiera quedar entre ellos.
Esa mañana parecía ser como todas las anteriores, desde que se habían distanciado. Ella despertó mucho antes que él y se encaminó hasta la cocina para recalentar la cena de la noche anterior que no fue tocada. El desánimo matutino, al menos mientras él seguía en casa, la orillo a tomar con seriedad cada una de las vueltas que daba el plato metido en el horno de microondas. Mientras se concentraba en el plato, no escuchó que Alonso le llamaba desde el cuarto. Quizá sí logró oír algo, pero le habría parecido tan raro que él la llamara, que mentalmente prefirió hacer caso omiso.
El reclamo fue exagerado, pero no tanto como la reacción que tuvo Regina. Él estaba molesto al ver que ninguna de sus camisas estaba planchada. Hacía un mes que Regina se quejó del excesivo trabajo de casa, y Alonso para evitar enfrascarse en una discusión sin sentido, accedió a contratar a una persona que ayudara en las labores de la casa.
— ¿Cómo es posible que ni siquiera tengas listas mis camisas? — reclamó Alonso con una mirada de decepción.
— No lo sé. Doña Rosa debió haberlo olvidado.
— Pero, ¿acaso es mucho pedir que tu lo hagas si ves que no lo hizo? — el tono subía de tono.
— ¡Criada no soy!
Una pequeñez, desencadenó un gran problema que a cada minuto que pasaba, crecía exponencialmente. Nunca antes habían discutido, aún cuando cada quién tenía sus propios motivos para hacerlo. En esta ocasión, todo cambió. Y así sería desde ese momento en adelante.