martes, 6 de agosto de 2013

Tercer acto... La plaza

8:32 a.m. a una calle de la plaza. Rebeca camina presurosa, porque sabe que debe de llegar a tiempo a su cita antes de entrar a trabajar. Está a sólo una calle y recuerda que no ha cambiado a sus zapatillas de tacón alto. Se detiene y a toda prisa las cambia. Entra triunfal a la plaza.

 8:32 a.m. en la plaza. Don Rubén ha terminado su desayuno, se ha acicalado y limpiado las boronas de pan de su saco. Acomoda la pipa que le regaló su nieta Lucrecia hace cinco años, recuerdo de un viaje a Irlanda y la cual nunca ha usado para fumar, el libro que siempre abre en la misma página está listo y el alma en un hilo por verla de nuevo.

 8:33 a.m. Como diosa, aparece doblando la esquina, despampanante, como todos los días. Rubén, siente un leve temblor en todo su cuerpo, que se intensifica a cada paso que da Rebeca hacia el lugar donde se encuentra sentado. Llega hasta la banca en donde se encuentra el viejo y se detiene frente a él.

 − Hola señor, ¿cómo amaneció hoy? − preguntó con toda seriedad.

− Muy bien señorita. ¿Ya está lista para otras 8 horas de hastío?

− Siempre es bueno tener algo de qué quejarse.

− Entonces mi vida debe de ser de lo mejor, porque tengo todo por qué quejarme − dijo y estalló en una carcajada.

− No lo piense de esa manera. Verá que cada día hay algo interesante el final del día para comentar.

− Eso es lo que me gusta de usted, señorita, que siempre ve optimismo donde quizás no lo haya.

− Prefiero creer que al volver a casa, podré tener algo que recapacitar.

− Lo importante es tener alguien con quien platicarlo, ¿no lo cree?
Ella esbozó una sonrisa forzada y decidió despedirse. Él la interrumpió.

− ¿Quiere escuchar algo verdaderamente interesante?

− Quizás otro día, ahora ya llevo prisa.

 − Sería bueno que algún día comenzara a leer ese libro, el autor es un genio como para pasearlo sin hojearlo siquiera.

 − Lo haré, se lo prometo − respondió con un poco de vergüenza.

 Rebeca se encaminó hacia el extremo opuesto de la plaza por el que había llegado, pensando en lo mucho que le lastimaban esas zapatillas. Pero no podía dejar al viejo sin esa sonrisa de oreja a oreja al verla desaparecer, admirándole el par de piernas muy bien torneadas que sabía tenía. Era una manera en la cual se sentía libre y a la vez admirada.

 Ya eran las 8:42 a.m.

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